Un día, mientras un águila volaba sobre el campo, vio a un pez aflorar en la superficie del agua de un estanque. Rápidamente se lanzó en picado y con extraordinaria destreza, logró capturar al pez. Luego volvió a levantar vuelo llevando al pez en su pico.
Sin embargo, una banda de cuervos que había sido testigo de la escena, se precipitó sobre el águila para intentar arrebatarle su presa. Normalmente el águila no teme a los cuervos, pero eran muchos y sus graznidos eran retumbantes. A los primeros cuervos se sumaron otros.
El águila intentaba remontar el vuelo para escapar, pero los cuervos se lo impedían. La atacaban sin tregua. En cierto momento, el águila se dio cuenta de que todo se debía al hecho de que seguía aferrada al pescado. Entonces abrió el pico y lo dejó caer.
Los cuervos se precipitaron detrás del pez y el águila, finalmente, pudo remontar el vuelo. Ahora podía volar con ligereza y libertad. Siempre más alto. Sin nada que la detuviese. En paz.
Esta antigua fábula india hace referencia a cómo en muchas ocasiones aferrarnos obcecadamente a las cosas nos crea problemas que podríamos resolver simplemente aprendiendo a soltar y dejar ir aquello que nos está dañando u obstaculizando.
En la vida real, sin embargo, no es tan fácil darse cuenta de cuáles son los “peces” que nos impiden remontar el vuelo.
De hecho, es probable que en un primer momento muchas de esas cosas no fueran un problema. Hasta que se convirtieron en una carga pesada de la que no queremos deshacernos.
La obsesión por sumar
En una sociedad donde el éxito se mide en términos de suma, la resta se subestima. Sin embargo, muchas veces los problemas llegan precisamente por esa obsesión irracional con sumar. Podemos obsesionarnos con sumar más cosas, más logros, más posesiones, más experiencias, más personas.
Así terminamos llevando una vida caótica, donde las cosas ocupan cada vez más nuestro espacio vital, las experiencias dejan cada vez menos espacio a la introspección. Y los compromisos sociales nos arrebatan la posibilidad de estar a solas con nosotros mismos.
En ese escenario, no es difícil que algunas de esas sumas se conviertan en un lastre que nos impide alzar el vuelo.
El problema, sin embargo, es que nos aferramos a ellas.
Investigadores de la Universidad de Duke, por ejemplo, preguntaron a un grupo de jóvenes cuánto estarían dispuestos a pagar por una entrada a un partido de baloncesto importante. Contestaron que una media de 166 dólares. Sin embargo, tras darles las entradas, pretendían revenderlas por 2.411 dólares, un precio a todas luces exorbitante. ¿La causa? Todos sucumbieron al “Efecto del Propietario”, un fenómeno según el cual, cuando algo nos pertenece creemos que su valor es mayor simplemente porque hemos desarrollado un apego.
Otro efecto psicológico que nos mantiene atados a nuestras malas decisiones es la falacia del costo hundido. Psicólogos de la Universidad de Middlesex comprobaron que, en diferentes escenarios, una vez que hemos invertido tiempo, esfuerzo y/o dinero en algo, tenemos la tendencia a mantenernos firmes en esa trayectoria, aunque ello signifique una inversión mayor o incluso nos haga daño ya que nos cuesta reconocer que nos hemos equivocado o dejar ir ese proyecto.
Desapegarnos: La clave para aprender a soltar y dejar ir
En realidad, se necesita mucho más coraje y fuerza para soltar y dejar ir que para aferrar. Cuando nos aferramos a algo o a alguien, simplemente estamos siguiendo un patrón que nos han inculcado desde pequeños.
Soltar, al contrario, demanda un ejercicio de análisis más profundo y maduro en el que nos damos cuenta de que no tiene sentido aferrarnos a determinadas cosas o personas porque de esa manera es probable que solo les hagamos daño o nos lo hagamos a nosotros.
Como escribiera Alan Watts: “la mano que apresa el mundo es un nudo corredizo en torno de tu propio cuello, que apresa y mata la propia vida que tanto deseas alcanzar”. Cuando apretamos demasiado el puño, el agua escapa. Solo podremos beber si mantenemos las manos distendidas.
Necesitamos reconocer que casi todas nuestras luchas, desde nuestras frustraciones hasta la ansiedad, desde la ira hasta la tristeza, desde el dolor hasta la preocupación, todas derivan de lo mismo: estar demasiado apegados a algo.
Cuando nos apegamos demasiado nos ofuscamos y no logramos ver con claridad lo que nos ocurre.
Como resultado, no podemos notar las cadenas que nos mantienen sujetos o los hábitos que nos hacen chocar una y otra vez con la misma piedra.
La solución radica en el desapego. El desapego, al contrario de lo que muchos piensan, no implica “ser de piedra” o volvernos indiferentes, sino desarrollar una actitud en la que no bloqueamos nada.
Simplemente dejamos que el mundo siga su curso, sin aferrarnos a aquello que debe cambiar.
“El arte de vivir una ‘situación difícil’ no consiste, por una parte, en ir descuidadamente a la deriva, ni, por otra, en aferrarse con temor al pasado y lo conocido.
Consiste en ser completamente sensible a cada momento, en considerarlo como nuevo y único, en tener una mente abierta y receptiva”, aconsejaba Watts.
Cuando nos desapegamos comprendemos que la solución no pasa por sumar, sino por restar. Dejar ir lo que nos daña. Cambiar de rumbo. Soltar el lastre. Solo entonces podremos remontar el vuelo, esta vez sin cargas innecesarias.
Fuente
Rinconpsicologia.com
Jennifer Delgado